lunes, 21 de diciembre de 2009

La psique como proceso de unificación de opuestos.











Dios es mi centro si lo envuelvo en mí y mi circunferencia cuando en Él me diluyo por amor.
Angelus Silesius.



La realidad se expresa dinámicamente como un interjuego dialéctico entre opuestos, en un flujo constante y por momentos con una tendencia hacia una finalidad y meta. En el hombre la aparición de la conciencia posibilita vivenciar esos procesos y, justamente por eso, modifica el sentido que tiene en la naturaleza y pasa a convertirse en una premisa del ser ya que permite percibirlo. Pero es posible considerar que esta cualidad también trae sufrimiento ya que muestra al hombre como contradictorio y paradojico. La conciencia va a interferir con toda una serie de procesos psicológicos que van a ser delegados a lo inconciente e intentándo que su acción se integre al devenir, ya que son incompatibles con las identificaciones yoicas, con sus valores. normas e ideales con los cuales regula su conducta.

Pero es que la psique se manifiesta de tal manera a través de sus funciones compensatorias produciendo simbolos que tienden a encauzar el dinamismo libidinal que había sido bloqueado. Estos establecen una reunificación de un conflicto que se torna desgarrador en donde las dos partes en lucha conviven en ese tercer término que Jung denominó función trascendente.

Ahora bien, siendo la psique un interjuego entre la conciencia y lo inconciente, entre la pulsión y el espíritu, entre lo masculino y lo femenino, por la acción de procesos complementarios y compensatorios, tiende a generar simbolos que canalizan la lucha que se desarrollaba en esos conflictos.

Pero, y este es un aspecto importante, en el hombre la emergencia de lo simbólico produce un cambio en el psiquismo en tanto solo intervenga la conciencia. Es decir, percibiendo, sintiendo y elaborando aquello que produce lo inconciente y en donde residen las fuerzas que señalan un camino de destino vital. Asimismo se da la contingencia que todas esas producciones que se muestran a través de los sueños, visiones, fantasías, relaciones vinculares, etc., sean pasadas por alto y reprimidas o identificándose con el gran poder numinoso que poseen. Esto último no es infrecuente, principalmente por el efecto de exaltación que da la ilusión de una expansión yoica más allá de sus límites propios, y que Jung califica como de semejanza divina o de narcisismo en terminología psicoanalítica. Se siente que se ha alcanzado algo que se podría acercar a lo absoluto.


Esto se muestra como un poder peligroso y fascinante, en la medida en que el yo pierde su carácter de instrumento para la realización de aquello paradójico y que constituye lo arquetipico. El hombre vive una vida que no es la suya propia sino que es actuado y obligado, y con consecuencias generalmente trágicas para él y para otros.


La búsqueda de lo que falta, de lo perdido, mueve a las producciones filosóficas, al arte, a la religión y demás manifestaciones de la cultura, pero solo aquella se torna productiva en la medida en que se reconoce a lo que conlleva a la paradójica reunificación de los opuestos como diferente y distante del yo. Y para ello interviene lo simbólico que ocasiona la ligazón entre el yo y el Si-mismo en un dinamísmo dialéctico.

El hombre se dirige hacia lo que le libere del desgarramiento y de la falta de sentido, que lo redíma de la caída, hablando en términos bíblicos, y una ilusión es la de pretender reencontrarlo a través de la fascinación amorosa, donde en el partener se proyecta aquello que hace al orden de lo Absoluto, de la totalidad a reencontrar. El enamoramiento da la ocasión para revivenciar el momento de unidad originaria y que ya no está.


El arquetipo de la androgineidad expresa su presencia numinosa en la relación con el otro, y aquí es donde se representan los momentos de los desenlaces tragicos, ya que el vínculo pierde su carácter real desconociendo la cualidad diferente e insustituíble de la persona amada, ya que se tiende a que actúe lo que proyecta en ella. Yo me amo a través del otro y donde éste es llevado a asumir un estatus ontológico de exigencias imposible de cumplir.


Ahora bien, se podría pensar que el arquetipo del anima o del animus no proyectado pone fin a este dificil problema. Pero no es así, ya que ejerce su actividad a través de lo afectivo, en el caso del varón, y con estados de animo que oscilan entre la exaltación y la depresión, con sentimientos de inferioridad y de autoerotismo y suspicacia. Solo la no identificación y diferenciación con este arquetipo permite que aquello que producía síntomas, pase a desempeñar su función de relación entre el yo y lo inconciente objetivo. Así lo esos afectos de transforman en imágenes y simbolos, en inspiración y en belleza creativa. Esto como arquetipo de unificación ha sido siempre tema de las mitologías y de las religiones en lo que llamaban hierogamia o bodas místicas en donde el dios y un mortal consumaban la conjunción amorosa, pero que es un símbolo, no la realización concreta y efectiva de algo que remite a lo incestuoso. Solo por el sacrificio de los objetos primarios y de aquello que se halla en estado de proyección en el amado da la ocasión a vivenciar uno de los arquetipos más importantes y que irradia una fascinación que linda con lo religioso. Así lo simbólica posibilita la transformación de lo pulsional en cultura y espíritu.


Así este arquetipo que reune las diversas oposiciones y que es constantemente operante, termina patológicamente poseyendo al yo, en el caso en que se de la identificación con él, impidiendo su realización conciente. Sentimientos de omnipotencia, de megalomanía son característicos, pero también incita a seguir ideas y personajes con los que se relaciona con cualidades de dependencia y sumisamente y diríamos de manera casi masoquísta y con los cuales participa de esa exaltación y poder. Así el dinero, la ideología, gente que actúa como líder, etc.. En ambas situaciones no se da una relación dialéctica entre el yo y el sí-mismo, que es proyectado en aquellos, sino que ha habido una contaminación de estructuras que deben diferenciarse para actuar armónicamente. La idea del superhombre, de un ser sin fisuras y omnipotente, sin debilidades se hace frecuente en lo cotidiano actual.


Pero también es la oportunidad de dar cause a una experiencia que Jung denomina como proceso de individuación, en donde se unifican concientemente los opuestos más diversos y enuncia el encuentro con un proyecto de vida que los taoístas denominan Tao y los budistas Dharma. Pero su transitar es arduo y dificil, donde la pacificación de los elementos en conflicto solo se mitiga en la medida en que concientemente se los afronte y con la carga de angustia y dolor que ello significa.


El sí-mismo abarca lo superior y lo inferior del hombre y el transcurrir por sus diferentes funciones y estructuras de la ocasión de una renovación existencial. Así uno de los simbolos más importantes que expresa esta situación es el denominado mandala y que en sánscrito significa círculo mágico. Este reune en un todo los diferentes aspectos y modos del ser, tanto psiquicos como espirituales y materiales. Es la representación generalmente pintada de un centro del cual emana la psique y la realidad que se hace múltiple y donde se integran las modalidades y fuerzas que en apariencia son contradictorias. Justamente, la creación de mandalas es la ocasión de integrar y dar un orden a lo disociado, pero también es la posibilidad de encuentro con una instancia superior, donde el yo ya no es el centro rector y sujeto único con su diversidad de máscaras narcisistas, sino que abdica de estas funciones y pasa a entablar una relación con ese centro-sujeto superior que es el selbst. Se opera un doble sacrificio, del yo en tanto acepta su deficiencia y su dependencia de eso supraordinado, y del sí-mismo que se actualiza y realiza espacio-temporalmente dejando la indiferenciación transpersonal y la adquisición de una conciencia relativa.




Un nuevo núcleo de operatividad en donde el yo buscará llevarlo a su cotidianeidad y en donde señala hacia el desarrollo de la personalidad, en una unificación de los más diferentes pares de opuestos.




La persona ya no se aliena en una máscara, a la que mostrará para ocultar su ser, sino que acepta la contradictoriedad de su naturaleza en un instancia simbólica superior y que no es el super-yo de Freud con su carácter de ley paterna, sino que es el sí-mismo que representa la ley del espíritu y de la naturaleza en su carácter de matriz inagotable de simbolos unificadores. Estos se han manifestados de infinitas formas a lo largo de la historia humana y que aparecen como el círculo, la cruz, la cuaternidad, el punto, la boda mística, el niño, el huevo, y que en cada cultura adquieren cualidades religiosas y de máximo valor vital. Algo semejante ocurre en la psique donde lo peculiar y único se entrelaza con lo universal, posibilitando la salida de lo estrecho del narcisismo yoico y dirigiéndose a lo indeterminado y transpersonal del sí-mismo y dándose una auténtica entrada en la cultura, no ya alienante y cosificadora sino en perenne renovación por medio de los simbolos. Solo es necesaria la cuidadosa y atenta percepción de todo lo que señalan las producciones de lo inconciente y donde será la ocasión para el surgimiento de un auténtico proyecto de sentido existencial.
Puco de la cultura de Santa María, Salta, en donde los opuestos como el pájaro y la serpiente dan un dinamismo al suri, que aparece con los ojos que son gérmenes de fertilidad y creación.

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