viernes, 17 de septiembre de 2010

Islas de paraíso.

Jean Auguste Dominique Ingres: La gran odalisca (1814). Óleo sobre lienzo, 91 cms. x 162 cms.







Islas del paraíso, formas que se deslizan con suaves pies hacia la centralidad de la paz y la redención, formas que al recorrerlas nos conducen por espacios que jamás habríamos soñado, de asombro, de temor, éxtasis, de plenitud. Arenas cálidas de donde surgen los manantiales, se expanden llenos de lujuria verde, rojo y violeta, extrañas aves que exhiben sin pudor sus plumas de brillante luz, mientras que en las rocas de mica plateada la luna ilumina en sus reflejos a una serpiente en ondulante discurrir erizando la piel de los insectos.
Isla que atrae todos nuestros viajes, todos nuestros anhelos, siempre al fin del horizonte rosado en un anochecer estrellado. Sosiego del pasar de la brisa, mientras mi nave abre las olas de salitre ardiente. Sol que bautiza las maderas antiguas sometiéndolas para que irradien el rojo calor de la pasión, de mis pies sintiendo tu aroma al caminar sobre tu cuerpo. Solos tu y yo en el encuentro del Todo, calma del sosiego en la detención del ritmo del pensamiento. Lo ondulante que en su curva se enrosca con la flecha audaz. Lo penetrante que alcanza esa amarilla luz. Pero también la noche que con su oscuridad acaricia ardientemente tu cuerpo bañado de palabras. Una vela alumbra la inmensidad, su llama la fecunda en un abrazo donde los amantes se entrelazan y hacen un océano al unirse la saliva de sus bocas en un beso mezclado de azul púrpura, gestando los diez mil seres. Te encuentro en el pasaje de todos los tiempos, es decir, te reencuentro y siempre novia. Te recorro y me aprisionas, te bebo y soy tu fuente, te miro y veo en el profundo abismo de mí mismo, me miras y me fundo en la brisa que desliza el caminar pausado de las estrellas por la brillante noche. Sabores recordados de frutas que disolviéndose en la boca, de la tierra que se convierte en rojo sangre pintando los árboles que son fecundados por los ancestros. Travesía marina de vientos que me despeinan las oscuras y profundas raíces de la vida. Lugar del renacer, de la luz apagada, de olor a sal que baña mi cuerpo y que lo descubro con el tuyo; que se siente. Amanecer de renovada luz, de la rosada joven que me humedece con un beso la boca mientras
me ofrece su camino donde mis pies se irizan de lechugas y hojas de plátano. Aves posadas en el mástil que con serena resolución dirigen el timón de mandala de mi embarcación.





































































La voluptuosidad como regeneración en una pintura de Jean Auguste Ingres.

Jean Auguste Ingres: El baño turco (1869). Óleo sobre tabla, 110 cms x 110 cms.



Lineas ondulantes, rítmicos movimientos, deseo y voluptuosidad, agua en un baño de erotismo subyugante. Lugar de lo extraño y en especial teniendo en cuenta que Jean Auguste Ingres (1780-1867) contaba con ochenta y dos años. Esta pintura a la que intentaremos acercarnos para comprenderla, es la realización de una búsqueda que comenzó muchos años antes cuando el artista era instigado por los motivos y formas que lo subyugaban desde sus inicios. Así con intención hermenéutica comenzaremos con sus posibles significaciones.

Lo que en principio resalta y llama la atención es la cantidad de mujeres que están en el baño turco, en donde casi no hay espacios libres entre ellas. Espejos, carne, desnudez, cabelleras, nos conducen a un universo de lo íntimo y de lo femenino, donde se capta a través de la sensorialidad la noción de paraíso, de entrada a una morada de la indiferenciación, de lo inconciente matricial.
Disolución a través de la voluptuosidad en que símbolos como el agua caracterizan a toda la escena. Momento de regresión al vientre primordial, a lo que diluye para renovar y que no está ajeno a la vida personal del pintor ya que supone un enfrentamiento con la vejez y, a la vez, cómo lo inconciente a través de los arquetipos confronta al hombre con imágenes que permiten concientizar y vivenciar lo que transforma y rejuvenece. Pérdida del vigor físico por el paso de los años que es compensado por los símbolos que expresan la mujeres y que hacen a un volver a los orígenes.

Pensando en un análisis más estructural, podemos decir que si bien las líneas son claras y precisas hay una tendencia a la acumulación de figuras que se multiplican y en un contacto corporal muy estrecho, acentuando lo fusional y viscoso, propios de lo que Gilbert Durand llama como Régimen de lo Nocturno. Simbología de lo femenino tanto en lo que hace a la indistinción como a la noción de baño que es la manifestación de un retorno al líquido amniótico materno, a un estado de voluptuosidad, de paz y de calma, donde el tiempo pareciera estar abolido, en un espacio de intimidad lujuriante y profundo.

La pintura es redonda y lo curvo y lo ondulante son sus manifestaciones más evidentes, constituyendo un lugar intrauterino, una isla de los placeres, una morada de la diosa. Mandala que en su centro se ubica el espacio sagrado del renacer y de lo incorruptible.
Así ante la cercanía de la muerte, Ingres dialoga con imágenes y fuerzas que son la ocasión para que el flujo de la vida siga su curso. Pero lo interesante es que para ello es necesario una detención, un ingreso en lo profundo, de una regresión que no pueriliza sino que renueva. Fuente y matriz, las personificaciones del ánima tal como se representan en la muchedumbre de mujeres, dan una forma a lo irracional, al Eros que desde la vejez y del término de la vida acerca a la infancia, pero de un modo simbólico. Recuerdo del
Jardín de las delicias de El Bosco donde se sexualiza la vida.

Laberinto femenino serpenteante, de ritmos y ondulaciones sensoriales, de carnalidad vital y deseante, de cuerpos lunares que rigen los períodos de la existencia. Descenso a lo inconciente donde hay un baño de calidez sensual, de un reencuentro con un olvido de sí, muy distinto del pensar instrumental abstracto y alienante. Serpiente que cambia su piel, que arrastra su vientre en sinuosidades de sentidos. Contracción, descubrimiento de una misma vuelta del día y de otra extraña luminosidad que hace brillar a la oscuridad. Tacto, manos que se posan sobre los cuerpos, muslos que gestan imágenes de colores y sonidos en los ojos de la piel. Espacio que no se pierde, que está y donde las sensaciones son su puerta de entrada. Cabelleras, velos que como ondas líquidas son matriz de pensamientos. Visiones musicales en que se pulsan las cuerdas de esos cuerpos de regeneración. Espera sosegada de eternidad sustanciosa.




viernes, 3 de septiembre de 2010

Una "vahine" como expresión de estados de angustia y depresión en Paul Gaugin.

Paul Gauguin: Manao Tupapau (El espíritu de los muertos la observa), 1892. Óleo sobre tela 73 x 92 cms.


Paul Gauguin (1848-1903) deja su tierra natal, Francia, para iniciar una nueva forma de vida en el año 1891 en la islas de la polinesia, Tahití y las Marquesas. Su meta era la de encontrar vivencias renovadoras, prístinas y a las cuales podría caber el nombre de originarias por su primitivismo, alejadas de una civilización que destruye la naturaleza, culturas y hombres que no pertenecen a su forma "avanzada" de vida y en especial lo que hacía a todo lo que pudiera asimilarse al mercado capitalista. Su búsqueda significaba un camino hacia su más peculiar y singular manera de hacer y entender el arte.
Pero sus deseos tuvieron que confrontarse con la realidad de la situación en que vivían esas colonias francesas y ahí es que comienzan a surgir algunas dificultades, tanto en lo personal como en su inserción comunitaria. Depresiones, temores, angustias, procesos judiciales y hasta un intento de suicidio (1898), dan la ocasión de intentar un acercamiento a una de sus más bellas pinturas:
El espíritu de los muertos vela o El espectro la observa. (1892). Allí se ve a una joven de piel marrón recostada en una pose sensual y desnuda sobre una cama, con expresión de terror en su rostro y en su cuerpo, tanto que pareciera que está paralizada. Mientras tanto un Manao Tupupau o espíritu de la muerte la observa.
Gauguin intentaba hallar en esas jóvenes o
vahines de la polinesia una femineidad anterior a la caída, según el mito bíblico. Sus cuerpos relucientes con colores de la tierra que trasuntan la libertad sexual, le permitían pensar que podían ser su acceso a aquel momento perdido. Pero la obra que pinta no da la posibilidad de entender esto, ya que la misma expresa un estado anímico problemático.
En las islas, los mitos del lugar estaban desapareciendo, pero aún había una presencia intensa de los
tupapaus, es decir de esos espectros de la muerte cuya fisonomía los representaba con ojos brillantes y grandes colmillos y a los cuales los nativos reverenciaban con sumo temor. Gauguin retoma este tema en la pintura que se expone, encontrando algunos críticos una confrontación con la Olimpia de Manet y especialmente con unos dibujos que en 1884 había hecho de su hija Aline, en donde la niña duerme mientras que un fantasma con el rostro de su padre se le aparece. Esto no deja de llamar la atención que la modelo que es representada tenía la misma edad de su hija, trece años, y que es muy posible que hayan convivido.
Búsqueda del paraíso, pero la pintura muestra miedo y angustia, siendo estas algunas de las emociones junto con la depresión a veces muy intensa, que el artista sufría. Ahora bien, estos estados anímicos son las expresiones de lo femenino inconciente en el varón y de lo que en psicología analítica se le da el nombre de
ánima y que cumple la función de hacer de puente, de mediadora entre la conciencia y lo inconciente arquetípico. Es la que presenta lo imaginario y la vida simbólica más allá del logos racionalista, y por lo tanto, jugando un papel muy importante en la vida y en la obra del pintor.
Pero en el caso particular de la pintura que se está tratando, pareciera que el temor domina a esa joven, a lo femenino, y de manera explícita hace referencia al espectro de la muerte que está a sus pies. Hay que señalar que las relaciones de Gauguin con las mujeres eran ambivalentes, en donde había una cierta fascinación pero a su vez las temía y hasta las desechaba facilmente casi como objetos de uso. Esta particular forma de tratarlas se manifiesta en la muchacha y de manera clara en el
Tupapau que la asusta y que entendemos expresa la sombra del pintor.
Para poder comprender mejor hay que recordar que el pintor ya había dibujado a su hija, que era muy amada por él y que poseía el mismo nombre que su madre,
Aline. Esta circunstancia, pensando que la edad de la modelo era igual que la de su hija, no deja de hacer pensar en una situación de tipo incestuosa y por ello se convertían en un acercamiento a un paraíso perdido y a reencontrar.
Las islas de la polinesia se transforman en la búsqueda de un sitio sin falta, de salud, de paz y de la abundancia, felicidad, de realización de sus sueños más profundos y que quizá lo halló en el propio estilo de arte que determinó su vida. Pero la distancia con ese universo interior se hizo sentir y de manera especial en los estados depresivos y de angustia que lo atormentaron y que son evidentes en la pintura que tratamos y en donde lo femenino-ánima se presenta atrapado por el demonio de la muerte y que también es un arquetipo que opera en la psíque del pintor. La relación con el ánima pareciera que no se profunidza, que no se asimila y no se convierte en un puente entre el yo y lo inconciente, sino en un dominio de uno sobre el otro y que son expresión de esos estados afectivos de los cuales se quejaba Gauguin.
El ánima no puede desplegar su autonomía imaginativa sino que se halla en una situación de control, de sometimiento y hasta de uso por aquello que representa el
tupapau y que contamina su actividad. Así la manifestación de angustias, miedos y depresiones ya que el vínculo con aquella se da en tanto sirva a los propósitos estéticos del artista. Ella es la que otorga vida y espontaneidad y que es imagen pero solo en tanto se le reconozca su autonomía, distinta del yo y en una interacción dialéctica sin opresiones de una parte sobre la otra. Artista-tupapau que avasalla al ánima.
La búsqueda de un paraíso hace a su necesidad de encontrar un universo estético que en parte restaure esa pérdida y que se expresaba proyectivamente sobre su hija-madre Aline y en la joven que es retratada y en toda la situación que comprendía su viaje e instalación en las islas de la polinesia. Así el
ánima es el medio y la forma que adquiere la interioridad, la que expresa esas extraordinarias imágenes con la viveza y sensorialidad de esos colores únicos. El problema comienza cuando se pretende encontrarla en las relaciones humanas ya que se confunden entonces los ámbitos internos y los externos. Su anhelo de arribar a una vivencia de lo originario, de lo prístino y puro de los cuerpos, a un estado de inocencia anterior a las distinciones de pecado y de culpa, de revivir los mitos del lugar, hacen a las experiencias de encontrarse con el ánima, pero también con las situaciones problemáticas que surgieron con las autoridades coloniales francesas de las islas y en las cuales combatía aspectos que eran propios del pintor y tal vez sean simbolizados por el tupapau. Anhelo de un paraíso que indican los cuerpos de las jóvenes pero que a su vez remiten a su hija-madre Aline.
Necesidad de superar esas pérdidas y también de intentar dominarlas y controlarlas, pero que el existir muestra que solo se convierten en experiencias en tanto se les de su independencia, que se las "suelte" y pasen a cumplir la función que caracteriza al
ánima y que es la inspirar, imaginar desde la interioridad, desarrollando todo un universo psicológico de vida y de sentido.