lunes, 3 de octubre de 2011

Para Karma.




I

Llegaste esa tarde,

con el brillo opaco de la melancolía.
No te conocía,
pero supe que eras vos,
que tenías que ser vos.


Me hablaste.

Tu palabra se hundió en mi pecho
como la saeta de aquella andaluza que cantaba
en Barcelona, en ese balcón de semana santa.


Sentí un dolor punzante,

terrible, de un veneno que mata y que cura.
Penetré en ese sufrimiento:
allí estabas, también abierta
y rodeada de una oscura luminosidad.


Ayer te encontré en un sueño,

creo que te sentí como en aquella pintura de Velázquez
o cuando reposaba mi cabeza en tus piernas
al abrigo de esa noche en que me bañaste de eternidad.





II

Pusiste tu boca en la mía.
Tu saliva comenzó a caer suave, lentamente,
abriendo un surco en mi cara
que se hizo río.


Creo que empecé a disolverme,
me sentí flotar en la penumbra de la habitación,
en ese destello amarillo de sol
que partía una rendija en la persiana.


Ahí me enseñaste a Heráclito,
también a Lao Tse.
Destapé tu cuerpo
y apareció el silencio de la noche
agujereado de estrellas.


El Bendito, el Buda,
sostenía en su mano una flor de loto.





III

Fragmentos estrellados de luz

flotaban suspendidos en la penumbra.
Can Peret, ahí, en la Riera baixa.
Mesa circular, mandala.
Tiempo de eternidad
que me acerca a mi abuela, a Gardel, a García Lorca.


Estabas sentada junto a la ventana,
me leías en voz alta a Cortázar.
Yo no escuchaba tus palabras
solo veía como se movían tus labios.
Éxtasis, reecuentro, Barcelona.