lunes, 12 de diciembre de 2011

Las vociferaciones del super-yo y los decires de lo poético.

William Blake: Libro de Job.



El lenguaje es la casa del ser y el hombre su pastor, decía Heidegger. Lenguaje que conlleva un escuchar el silencio de lo que voca, de una habla que habla, de una palabra que hace a lo inicial y a lo más propio.
Aunque la experiencia del hombre moderno pareciera contradecir aquello, ya que su espacio psíquico es como si estuviera lleno de mandatos que exhortan al logro de metas ilusorias y creadas por contemporáneas sociedades de la sobremodernidad. Consumismo que nutre falsos self, que inhibe el desarrollo de las potencialidades que hacen a su singularidad. Super-yo que ordena gozar, que vocifera y grita aturdiendo lo sensible y que impone un deber ser narcisista y violento.
Pero el hombre también posee una pulsión que lo lleva a buscar un camino y que elige como senda que fluye, que subjetiviza y a la que los chinos llaman Tao, permitiendo un cuestionamiento de aquellas voces que destruyen e inhiben. Así es que comienza a escuchar a eso que voca, a eso que llama a poder ser sí-mismo. Habla que se desoculta de las máscaras en que el hombre se esconde. Habla que no se impone, que permite la multiplicidad de sentidos frente a lo que deviene.
Imperativos superyoicos, coacciones imperialistas que buscan dominar, calcular, manipular al sujeto, a los otros y a los entes. Pero ante esto se devela una palabra que se hace simbólica, que permite pensar y en donde surge el ser, es decir el proyecto.
Presente que se hace devenir, flujo. Ruptura de la rigidez, de lo fijo, de lo que como pasado inmovilizaba en la repetición de un vivenciar de ferocidad.
Por ello es que Heidegger decía que los dioses se habían retirado del mito y que también podría pensarse que esto implica un super-yo que rompe con el símbolo, con eso que es originario y que llama desde una fuente. Vacío que es ocupado por mandatos y sentencias imperativas de un gozar que encierra al sujeto en una circularidad narcisista.
Pero la apertura de esta situación es posible en tanto se constituya como recuperación de una escucha de voces que permiten un dejar suceder y que emerja un universo de símbolos arquetípicos que invitan a pensar y en una relación dialéctica entre el yo y el sí-mismo.
Proceso de individuación en donde lo metafórico, lo poético, nuevamente señalaría Heidegger, se plantea como un cuestionar los decires de las figuras parentales, pero también como el ingreso a un espacio de lo singular, de la vocación más peculiar, del vocatus. Ruptura con lo unilateral y dominador para abrir al acontecimiento, a un dejarse oír a los gérmenes de nuevos sentidos.
El sí-mismo se muestra entonces, como el centro organizador del psiquismo, estableciendo una compensación entre sus diversos componentes. Así es que lo flexible y lo que deviene comienza a descubrir lo peculiar de cada quien.
Los símbolos, a diferencia de eso que vocifera y aturde del super-yo, señalan vías, caminos para proyectarse, liberándose de lo mismo. Tal vez lo que se presenta como mínimo, débil, de escaso valor, puede establecerse como el comienzo de un desarrollo, de lo saludable y que se hace antagónico de esos mandatos de poder, de desubjetivización alienante y en aras de una ilusoria pretensión de encontrar un tiempo mítico que nunca existió, pero que condena al sufrimiento, y muchas veces a la destrucción propia y de los semejantes. Así es que aparezcan esas voces pre-lógicas, sin productividad pero que dan espacio para advenir a ser quien se es.