martes, 2 de agosto de 2011

La desestructuración del yo en el retrato de Francis Bacon.


Francis Bacon: Autorretrato (1973). Óleo sobre tela, 198 x 147.5.



Actualidad de una temporalidad que hace culto a la imagen del cuerpo, aunque no al cuerpo, al cual se lo teme, reniega, disocia. Representación que es puesta en cuestión por las pinturas de Francis Bacon (1909-1991) que pretende revelar aquellas facetas que son ocultadas por esa ilusión.
Sus retratos expresan y ponen en evidencia, la autonomía, la no estabilidad de lo corporal; su ruptura con los convencionalismos de las miradas que pretenden una totalidad unificada del cuerpo-yo, cuestionamientos de los trayectos de miradas de lo acostumbrado.
Figuras mutiladas, rayadas, descompuestas y a las que se convierte en enigma para la búsqueda que hace a lo esencial del retrato. Manifestación de todo un ámbito de la falta de forma pero también como posibilidad de lo vital, de lo germinal. Ruptura de los cánones totalitarios de los mandatos de la corporalidad, para abrir a la emergencia de lo inconciente arquetípico, a lo sombrío, lo patologizado del hombre y que se expresan en los síntomas, los sueños, lo fallido, el arte. Oportunidad de confrontación con esos contenidos dinámicos que inician un discurrir que caracteriza al proceso de individuación, del llegar a ser quien se es, más allá de los maquillajes y máscaras narcisistas.
Los retratos de Bacon ponen al hombre frente a lo extraño, lo débil, pero que no responde a lo que se quiere, que me descentra y abre a una zona de percepción de contenidos arquetípicos que desconozco pero que me conforman como mi fundamento. Aparece lo que no pretendo ser pero que se muestra en su dinámica; imágenes sombrías que cambian y le dan un carácter de extrañeza a la representación narcisista del yo que se endurece en su autosuficiencia.
Es cómico recordar que la ex primer ministro de Gran Bretaña execrara (sic) a Francis Bacon pero no asombra ya que pone en evidencia otro territorio muy distinto de esas pinturas que exaltan la omnipotencia, como el retrato de Enrique VIII que realizara
genialmente Hans Holbein (1497-1543). Figura aquella imponente, de fuerza y virilidad que anuncia el comienzo del imperio británico, del sojuzgamiento de otros pueblos militar y comercialmente, pero también de lo femenino, de la mujer-objeto-cosa. Metáfora esta de lo imaginal, de lo cálido, lo intuitivo, lo inconciente que pretende ser sojuzgado y hasta asesinado, y solo reconocido como vientre instrumental para perpetuar la ficción megalómana del yo.
Bacon cuestiona, fragmenta, le da una expresión a lo desvalorizado, a aquello oscuro que hace de límite muy impreciso entre el hombre y el animal. Cuerpo que ya no responde a esa imago unitaria y que molesta e incomoda, destruyendo las ficciones de lo que uno cree ser.
El arte, compensa, da una forma a lo reprimido por la cultura de un tiempo histórico|y por ello es que las obras de Bacon se muestran como un síntoma de todo lo que las máscaras del yo expulsa. Tiempos actuales de sobremodernidad, de hipertecnologización, donde se niega y hasta reniega el transcurrir del tiempo, para intentar afincarse en un presente de juventud eterna o de fábrica de prótesis identificatorias que buscan evitar lo oscuro, lo extraño, la muerte, la vejez.
El artista conforma a este universo que puede constituirse como inicio de un diálogo con lo inconciente del hombre, con el sí mismo, a diferencia de las representaciones como la pintura de Holbein que señalan una aspiración peligrosa y alienante de cada uno de nosotros y que aspira a una unidad totalitaria y que desconoce la singularidad, lo subjetivo.
Pensamos y reiteramos, que Bacon pone su pintura como síntoma y que muestra que las raíces del hombre tocan la materia informe, lo animal y hasta lo mineral, el mal y lo tullido. Ruptura de maya, de la ilusión de un yo que se pretende saber quien es, mundo de la imagen de cuerpos alienados y sin sustento.

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