Lineas ondulantes, rítmicos movimientos, deseo y voluptuosidad, agua en un baño de erotismo subyugante. Lugar de lo extraño y en especial teniendo en cuenta que Jean Auguste Ingres (1780-1867) contaba con ochenta y dos años. Esta pintura a la que intentaremos acercarnos para comprenderla, es la realización de una búsqueda que comenzó muchos años antes cuando el artista era instigado por los motivos y formas que lo subyugaban desde sus inicios. Así con intención hermenéutica comenzaremos con sus posibles significaciones.
Lo que en principio resalta y llama la atención es la cantidad de mujeres que están en el baño turco, en donde casi no hay espacios libres entre ellas. Espejos, carne, desnudez, cabelleras, nos conducen a un universo de lo íntimo y de lo femenino, donde se capta a través de la sensorialidad la noción de paraíso, de entrada a una morada de la indiferenciación, de lo inconciente matricial.
Disolución a través de la voluptuosidad en que símbolos como el agua caracterizan a toda la escena. Momento de regresión al vientre primordial, a lo que diluye para renovar y que no está ajeno a la vida personal del pintor ya que supone un enfrentamiento con la vejez y, a la vez, cómo lo inconciente a través de los arquetipos confronta al hombre con imágenes que permiten concientizar y vivenciar lo que transforma y rejuvenece. Pérdida del vigor físico por el paso de los años que es compensado por los símbolos que expresan la mujeres y que hacen a un volver a los orígenes.
Pensando en un análisis más estructural, podemos decir que si bien las líneas son claras y precisas hay una tendencia a la acumulación de figuras que se multiplican y en un contacto corporal muy estrecho, acentuando lo fusional y viscoso, propios de lo que Gilbert Durand llama como Régimen de lo Nocturno. Simbología de lo femenino tanto en lo que hace a la indistinción como a la noción de baño que es la manifestación de un retorno al líquido amniótico materno, a un estado de voluptuosidad, de paz y de calma, donde el tiempo pareciera estar abolido, en un espacio de intimidad lujuriante y profundo.
La pintura es redonda y lo curvo y lo ondulante son sus manifestaciones más evidentes, constituyendo un lugar intrauterino, una isla de los placeres, una morada de la diosa. Mandala que en su centro se ubica el espacio sagrado del renacer y de lo incorruptible.
Así ante la cercanía de la muerte, Ingres dialoga con imágenes y fuerzas que son la ocasión para que el flujo de la vida siga su curso. Pero lo interesante es que para ello es necesario una detención, un ingreso en lo profundo, de una regresión que no pueriliza sino que renueva. Fuente y matriz, las personificaciones del ánima tal como se representan en la muchedumbre de mujeres, dan una forma a lo irracional, al Eros que desde la vejez y del término de la vida acerca a la infancia, pero de un modo simbólico. Recuerdo del Jardín de las delicias de El Bosco donde se sexualiza la vida.
Laberinto femenino serpenteante, de ritmos y ondulaciones sensoriales, de carnalidad vital y deseante, de cuerpos lunares que rigen los períodos de la existencia. Descenso a lo inconciente donde hay un baño de calidez sensual, de un reencuentro con un olvido de sí, muy distinto del pensar instrumental abstracto y alienante. Serpiente que cambia su piel, que arrastra su vientre en sinuosidades de sentidos. Contracción, descubrimiento de una misma vuelta del día y de otra extraña luminosidad que hace brillar a la oscuridad. Tacto, manos que se posan sobre los cuerpos, muslos que gestan imágenes de colores y sonidos en los ojos de la piel. Espacio que no se pierde, que está y donde las sensaciones son su puerta de entrada. Cabelleras, velos que como ondas líquidas son matriz de pensamientos. Visiones musicales en que se pulsan las cuerdas de esos cuerpos de regeneración. Espera sosegada de eternidad sustanciosa.
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